jueves, 20 de octubre de 2011

Knud, el conde, el abad y la viuda



Prudence Laurel Leeds, sexto conde de Weddel-upon-Tyne, descendió del barco a lomos de su criado, precedido por su baúl que se estrelló contra los adoquines. El gigante pálido depositó al conde sobre los restos de su equipaje, y el noble dipsómano y lisiado se sostuvo precariamente erguido con la ayuda de su paraguas de seda gris.
Knud corrió prestamente hacia las oficinas del puerto en busca de un recipiente un poco más digno para las asentaderas de un eventual pero poco probable heredero de la corona británica. En una jerga que mezclaba el danés con el italiano y el portugués, nunca se sabrá cómo, se hizo entender y volvió con un cajón de madera liviana y una banqueta. Acomodó al conde en su patético trono, juntó el contenido del baúl que estaba disperso en el piso entre astillas y herrajes sueltos, lo metió todo como mejor pudo en el cajón y salió nuevamente a la carrera en busca de un medio de transporte y un albergue.
***

El alojamiento que había encontrado Knud era poco menos que dantesco. Sin embargo, estaban bajo techo y nadie hacía preguntas, al menos en un idioma comprensible para un danés, lo que lo hubiera obligado a responderlas. Por otra parte el inglés seguía preso de sus ingestas alcohólicas y en su delirio creía seguir en el barco.
Para cuando Prudence se liberó de los vahos y estuvo en condiciones de quejarse amarga y largamente de su condición de paralítico sin mayores recursos en tierra firme, el criado había localizado dos fondas aceptables y la estación de trenes.

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Partieron de madrugada, sin saber muy bien dónde quedaba su destino, ya que Earl Prudence argumentando un capricho momentáneo había elegido Jujuy por aparentes razones de eufonía más que geográficas. A esta altura Knud tenía bien claro que el conde estaba huyendo, ya fuese de sí mismo con la afición a la bebida, ya fuese de alguien o algo impreciso, que el conde nunca iría a nombrar, al menos en condiciones de sobriedad.
Luego de haber padecido todo tipo de penurias, molestias y desavenencias, el dúo superpuesto llegó a la estación de Yala; empolvados y sedientos, irreconocibles más que desconocidos, estaban seguros de haber dado con algo así como la contrapartida de Copenhague y Londres, todo junto.

Con el cajón de madera conteniendo sus únicas pertenencias a buen resguardo en la estación, la banqueta y el conde a sus espaldas, Knud cruzó la plaza hasta un lugar donde creyó que podría encontrar alojamiento y comida. Cuando hizo los gestos usuales de alimentarse y beber, le señalaron la iglesia y el monasterio del pueblo; la traza de ambos era tal que los habían tomado por mendigos.
El danés golpeó en el portal y les abrió un fraile, que los hizo pasar y les señaló un aljibe. Knud sacó varios baldes de agua con los que ambos se lavaron la cara y los brazos hasta quedar con un aspecto aceptable. Comieron, descansaron y esta vez fué el conde quien preguntó al fraile y en latín por un lugar donde alojarse. La ocurrencia del inglés sorprendió al religioso, que no esperaba ese rasgo de cultura en alguien a quien hasta entonces había creído un mendigo y respondió que tal vez el abad pudiera informarles mejor.

***

El abad era un hombre bajo, de cabeza calva y redonda, nariz recta y cejas pobladas bajo las cuales se movían dos ojos oscuros e inquisidores. En un principio dudó en ofrecerles más que lo que ya habían recibido, pero las piernas lasas del conde lo hicieron mudar de idea. Bien podía alojarlos dos o tres días, el tiempo suficiente como para averiguar sus antecedentes y sus intenciones en un lugar tan alejado de los mares del Norte.

Sea porque el latín clásico tal vez no tenga los términos adecuados para referirse a productos contemporáneos como aguardiente o cigarros, o bien porque el abad recelaba de sus huéspedes al punto de limitarse a hablar sólo de lo que se había propuesto indagar, la conversación fue larga e incómoda; sin embargo gracias a ella el conde consiguió una habitación blanqueada a la cal con ventana al interior del monasterio, una bacinilla para sus necesidades y un permiso especial para que Knud durmiera bajo el alero; sin una silla de ruedas, el danés era su única posibilidad de desplazamiento. Debieron comprometerse sin embargo a no elevar la voz innecesariamente y en lo posible a guardar silencio, la paz monástica así lo exigía. Earl Prudence obtuvo sin embargo algo inesperado, un ejemplar de un diario en inglés, amarillento y manoseado, que a falta de otra literatura lo ayudó a pasar el resto de la tarde. Mientras tanto Knud volvió a la estación a buscar el cajón.
Concluyó así el conde que tal vez no fuera él el primer súbdito británico en pisar esas tierras. El periódico era de varios años atrás, y conservaba adheridos restos de un sello de lacre, lo que indicaba un envío postal a un residente de la localidad más que un olvido por parte de un viajero de paso por el monasterio...o ambas cosas.
Le ordenó entonces a Knud salir al pueblo al día siguiente por la mañana para hacer averiguaciones. Averiguar en este caso es una figura de lenguaje, porque el pobre Knud se vería limitado a una simple inspección visual de su entorno, aunque por otra parte -imaginaba el inglés- si hubiera otros británicos en Yala seguramente intentarían hablar con Knud, creyéndolo de los suyos. De esta manera sería los otros quienes preguntaran por él.
Knud regresó cerca del mediodía, con una indispensable botella de aguardiente bajo el brazo, y la novedad de haber sido seguido discretamente hasta el monasterio por una mujer menuda vestida de negro. Ningún vecino había dirigido la palabra al danés, y éste habia regresado con la opinión de que su llegada había causado en el pueblo más desconfianza que curiosidad. De cualquier modo el dueño del alambique no había tenido inconvenientes para trocar una botella por cuatro cigarros de hoja.
***

El domingo, después de misa, el mismo fraile que les había franqueado el paso a su arribo al monasterio, dirigiéndose al conde en un latinajo memorizado para la ocasión, le comunicó que el abad lo esperaba en el locutorio. Cargó Knud con el inglés a cuestas y lo depositó en una poltrona frente a una pequeña biblioteca. Hecho ésto, se retiró, en el momento justo en que la mujer de negro que lo había seguido entraba en la habitación detrás del abad. Se hicieron las presentaciones de rigor, en castellano para presentar el inglés a la dama, en latín para presentar la dama al inglés.
La mujer se llamaba Isabel y era una criolla, viuda de un escocés católico que se había casado con ella en segundas nupcias y había sido jefe de la estación de Yala, gracias a lo cual hablaba un inglés aceptable y además había heredado una casita cercana a los andenes. Estaba también lejanamente emparentada con el abad. Había visto a Knud llevando a Earl Prudence a cuestas, los había visto hacer señas para comunicarse con la gente del pueblo y había seguido al danés hasta ver que se alojaban en el monasterio. Pidió permiso en la iglesia para hablar con el abad después de misa, confirmó en parte su sopecha -ya que sólo uno de ellos era inglés- y allí estaba, para ofrecerles ayuda. Resultó también ser la poseedora de innumerables ejemplares del London Times que su difunto esposo recibia con británica regularidad cada tres meses, embalados en bolsas de tela gruesa con catorce ejemplares cada una; cuando llegaba esta encomienda en particular, se hacía sonar seis veces la campana de la estación, y el escocés salia en una silla de manos llevada por dos criados, quienes también retiraban las bolsas y luego lo llevaban hasta una fonda cercana donde según la hora del día bebía chicha o aguardiente. La silla de manos permanecía frente a la ventana de la fonda mientras los criados llevaban a casa todas las sacas menos una, la que contenía los ejemplares más recientes y que el escocés leía plácidamente sentado a la mesa de nudosa madera.
El conde escuchaba la historia con ojos cada vez más abiertos, porque había oído a su hermano Constance relatar una historia semejante, al regreso de uno de sus viajes por el mundo.
La diosa Oportunidad y la musa de la memoria, se entretienen a veces jugando con baúles, banquetas, dudosos monasterios, condes fugitivos y horarios de trenes.


Javier Valli, 25 de agosto de 2009

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