jueves, 20 de octubre de 2011

La Visita




Miró el reflejo que se hacía por debajo de la canilla y le pareció una mujer de pollera blanca y larga, con un delantal oscuro y las manos cruzadas por el frente. No llegaba a vérsele la cabeza y pensó qué triste sería existir siendo un reflejo encerrado en un grifo, y encima encorvado como mirándose eternamente el ombligo.
Llevó la vista a la alfombrilla de trapo y en los hilos pisoteados le pareció distinguir innumerables seres milimétricos, cabecitas de gnomos, mujeres de rodete, ancianitos de sombrero de paja. Ellos al menos tendrían compañía cuando la oscuridad disolviera a la mujer de la canilla y al mismo tiempo los liberara de la alfombra.
El desgaste del piso bajo la ducha le mostró un vergel de árboles y flores, pájaros y reptiles. Un gnomo empuñaba inútilmente una caña tacuara frente a un río o quien sabe, una laguna.
Se levantó y volvió a sentarse un poco más a la derecha. La mujer de pollera blanca desapareció, no así los muñequitos de la alfombra ni las manchas del piso. No estaba tan prisionera del grifo como él habia supuesto, y era evidente que aprovechaba la menor oportunidad para escaparse. Tal vez había ido en busca de un delantal más limpio para ponérselo antes de recibir a las siguientes visitas. Huía en pleno día, una distracción le bastaba para liberarse.
En las vetas del mármol del lavatorio encontró otra vez el río. Tal vez los gnomos vendrían a pescar en él durante la noche. La bacha le mostró los conocidos rastros de óxido y de tinturas para el cabello, y de los potes que alguna vez habían estallado en caídas repentinas, dejando unas marcas rosadas y en abanico que habían ido oscureciéndose con el tiempo. Pensó que ahora eran como almejitas y que tal vez los gnomos podrían recogerlas para alguna cena frugal. El espejo biselado y vacío no le franqueó el paso a ninguna parte y debió contentarse con un paseo por la casa.
Transpuso la puerta y el ruido lo estremeció; seguramente la radio había perdido la sintonía y se oía algo así como un murmullo apagado de voces diferentes, intercambiando frases breves en un idioma incomprensible. Cruzó por el escritorio y la biblioteca, fue despacio hasta la cocina y encontró la mesa puesta para tres. Tres servilletas de colores distintos, dos vasos de agua, una copa para vino, la panera con galletas, tres cucharas, tres tazones sin asas para el guiso. En los pliegues, manchas y bordados del mantel se escondían otros seres menores: reptiles, flores, insectos, algunas caripelas inexpresivas. Y en el linóleo del piso de la cocina volvió a encontrar las nubes de una tarde de mayo, frente al río. Se abrió la ventana y el aroma del azaharero por poco no lo ahogó. Volvió a cerrarse y el crujido de la falleba le sonó en las sienes como un estallido.
Iba a tardar en acostumbrarse a su nuevo estado. Esquivó un gato que corría nerviosa e inútilmente de una habitación a la otra. Dejó atrás la cocina y la mesa tendida para tres, se filtró por el agujero de la cerradura y salió a la calle, antes que alguien de su familia se diera cuenta de que había estado de visita.





Javier VALLI
25 de mayo de 2010

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