jueves, 20 de octubre de 2011

FORMOL

FORMOL

El cíclope está en un frasco de vidrio de la morgue, embebido e impregnado de formol, con su único ojo entreabierto. Nos mira desde allí vigilante, patético y miserable, en su eternidad provisoria.
El cíclope está muerto, eso está bien claro para cualquiera. Pero sueña sueños de cíclope. Y tiene pensamientos de cíclope. Y hace observaciones de cíclope, con su único ojo central y un rictus de amargura en los labios.
La ciencia ignora esto. Lo sabemos solamente el cíclope y yo, que hemos conversado largamente en las noches de guardia, cuando las luces se apagan y las puertas se cierran y los empleados de estadística ya se han ido a su casa y no se entregan ni se reciben más cadáveres hasta el día siguiente. Entonces yo, el Tato, me saco mi guardapolvo gris, lo cuelgo del gancho en el costado del armario y me recuesto en el hueco abajo de la mesada. Desde alli escucho murmurar al cíclope. A veces canta, a veces es un lamento, un aullido prolongado lo que escucho, otras es un sip sip como si se bebiera el formol del frasco.
Cuando lo escuché por primera vez creí que alguien había descubierto mi escondite. No había nadie en el museo, en el pasillo, en las oficinas, ni las ratas, ni siquiera el gato. Cucarachas a montones pero ese ruido lo conozco bien, además lo que yo oía era un murmullo, o mejor dicho una gárgara. Busqué, revisé, encendí varias veces las luces de repente tratando de sorprender al intruso. Nadie. Y ese ruido. Era una noche de verano y pensando que podía dormir en un banco de plaza, me fui.
En la plaza, bajo el roble, tuve la gran revelación: tenía que ser el cíclope. Es la unica pieza completa, un cuerpo de bebé completo, las otras son brazos, piernas, tumores, huesos con carne, como los del puchero. Hasta tienen el mismo color grisáceo, yo puchero no como más, apenas la papa y la zanahoria, lo demás me da impresión, cosa. Desde que frecuento el museo de la morgue, claro.
¿Y qué vigila el cíclope, desde su frasco en el tope de la estantería? Para empezar me vigila a mí. Lo confesó la otra noche, cuando la tormenta inundó el subsuelo y no tuve más remedio que subirme a la mesada central, donde exponen los cadáveres a los alumnos. Reconoce a las personas aunque no sepa sus nombres, y así pudo asistir a mi historia, a mi lento deterioro. Porque yo, antes, hace años, era el jefe de todo esto. Me lo dijeron los choferes, ellos sí tienen buenos sentimientos no como esta manga de...si, el jefe, hasta que no pude más. Y no sé, no recuerdo cómo, pero dicen que cambié el guardapolvo blanco de médico patólogo por uno gris, de ordenanza, y me quedé a vivir acá en el museo, abajo de la mesada; almuerzo con los camilleros, me higienizo y voy al baño en la sala de psiquiatría, tomo mate con el gordo de estadística, y así tejo mi vida, afásico, estrábico, un poco rengo, pero la cabeza me funciona bien. Y tengo la llave de la puertita del costado, que todo el mundo imagina condonada. Otra razón más para creerles a los choferes. Aunque todos digan que quedé medio tonto, que el deterioro es más severo de lo que es en realidad, pienso y razono con lucidez, como debo haberlo hecho siempre, porque yo de mi condición anterior no guardo recuerdos. Se borró todo, como quien le pasa el trapo a un pizarrón. Y yo a los choferes les creo porque el cíclope también me dice que él antes me veía por acá.
Me dicen Tato, porque yo mismo olvidé mi nombre. Algo raro hay en todo esto, porque los choferes deberían saberlo, es extraño que conozcan mi historia sin saber como me llamo. Y yo no pregunto más, con lo que sé me es suficiente. Hasta tengo un poco de miedo de averiguar. Y el cíclope es bastante jodido con esto, nunca da precisiones acerca de nada.
La voz del cíclope es como un eco, un eco en el cerebro. Le respondo en tono bajo, casi con un susurro. No le gusta que lo interrumpa. Si lo hago se queda callado por largo rato, y retoma la conversación en el mismo punto en que la dejó, como si yo no le hubiera dicho nada.
Otro a quien el cíclope vigila es a Ovidio, el eviscerador. Bien vigilado está ese Ovidio, viejo hijo de puta roñoso.
El cíclope dice que Ovidio se afana las piezas anatómicas que se descartan al digestor. Mientras no se las lleve para comérselas, no me importa. Antropófago, tiene uñas para eso. Y a mí tampoco tendría que importarme, yo acá la paso bien, duermo y como, es como mi casa. Mi casa, debo haber tenido una alguna vez. El cíclope dice que antes yo no dormía acá. Y que a veces me iba acompañado. Pero yo me olvidé de todo, como el pizarrón mojado, no? Y ahora estóy acá, es lo único que sé. Y el cíclope que me revela el trasfondo de las historias. Él percibe más allá de todo, es como un vidente. Pero dice también que no nos conviene revelar todo lo que sabe, porque su sabiduría está contenida en otra dimensión, en un espacio como el que nosotros habitamos pero diferente. Y en ese espacio, desde ese espacio, él se comunica, conmigo y con otros cíclopes como él, en otros museos, en otros frascos, porque cuando escucho que canturrea en realidad está comunicándose con sus pares, qué sé yo, habrá que creerle. Y es por eso que su voz me suena como un eco directamente adentro de la cabeza. Trasmite. De él a mí, directamente.
Dice que en su dimensión el espacio no representa lugares sino velocidades y que lo que yo veo es una proyección de su cuerpo en reposo. No entiendo bien lo que ha querido decirme pero si le pregunto enmudece y yo quiero que hable.
Porque el cíclope es muy sabio. Dice muchas verdades. También es medio retorcido, son muchas las veces en que no entiendo de qué me habla pero yo lo dejo que siga hablando, hasta que al final es como un fúlmine en mi cabeza y se acomoda todo, se cuajan todas las verdades y yo me quedo dormido, con mi cerebro agotado de recibir la información ciclópica.
En total en el mundo son sesenta y tres cíclopes en red, unos están en frascos de formol, otros momificados. Si bien parecen ser el fruto anómalo y desviado de un embarazo humano, el cíclope insiste con que son proyecciones de una dimensión extraña a la nuestra, serían entonces parte de una especie de invasión silenciosa y lenta. Hay formas y formas de invadir, esta es bastante perversa. Se gestan cíclopes porque es la vía más segura de que se destinen los cuerpos al estudio anátomopatológico y luego permanezcan en el museo de una morgue.
Nacen” con mal pronóstico de vida y cuando finalmente son dados por “muertos”, en realidad asistimos a una inmovilización de la parte proyectada hacia nuestra dimensión. Los cortes, la inmersión en formol, no los afectan, no pueden afectarlos. Comienzan a vigilar, observar, trasmitir, ya desde el primer momento.
Dice el cíclope que cada tanto, cuando los sesenta y tres transmisores están establecidos, promueven un embarazo normal, y ése es el Operador. Algo que yo me palpitaba porque no se puede invadir un país, un mundo, colocando un radiotransmisor en cada hectárea. Alguna mano activa tenía que participar en esto. Me nombró a dos Operadores pero como yo no recuerdo nada del pasado, no significaron nada para mí. Uno tenía un nombre muy largo: Trismegisto. Y el otro cortito, Buda. Su función ha sido “elevar la realidad a planos superiores” y lo repito tal como lo dijo el cíclope porque no me doy cuenta de a qué se refiere. Al menos el gordo de estadística dijo que a Buda lo habia oído nombrar, que era el fundador de una religión. Y me miró raro; le llamó la atención la frase, porque todo el mundo me tiene por tarado e incapaz.
Sospecho que esto va a terminar mal para el cíclope, para mí y para el mundo también. Y la culpa va a ser del viejo roñoso ese, el Ovidio, ese cascarudo de sarcófago. Tarde o temprano le va a tocar al cíclope en el recambio de lugares, va a volcar el frasco con el tope de la escalera, o se le va a resbalar de entre las manos, esas zarpas mugrosas que tiene, y chau frasco, cambió de forma. Y ahí el cíclope va a sacudirse o estrellarse contra el piso. Y el movimiento de esta dimensión va a llamar, va a conectarse, a comunicarse, con el de la otra, nuestro espacio de distancias se va a llenar del espacio de velocidades de la realidad del cíclope y este mundo va a estallar. O tal vez quién sabe el frasco rebote en un peldaño de la escalera y alguien lo abaraje antes de que caiga y el cíclope se salve. Salvación, porque tiene mucho aún que vigilar desde allá arriba, en el último estante del museo de la morgue.



JMV

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